Conocí a Monserrat en los masajes “Le Baron”, esos que están en la esquina de una de las calles más pinches del  centro de esta ciudad. La escogí de entre todas las masajistas porque era la que tenía rasgos más finos y se veía niña fresa. Aparte,  fue la única de las viejas que me sonrió cuando entré bien caliente por la puerta del negocio. Cuando la vi, la señalé con un ademán de “tú eres mía, culera”, le pagué los 300 pesos a la madrota y Monserrat me tomó de la mano para hacerme pasar al cuarto donde me daría el masaje.

En el momento en que me encueré, ella se quitó la bata rosa de imitación de seda que la cubría. Traía puesto un bikini negro que se le metía entre las nalgas bien sabroso. Yo traía el animalón bien parado y los huevos como cocoteros, pues llevaba un mes sin coger. Monserrat se dio cuenta de que “el tuerto andaba cargado”, sonrió disimuladamente y me dijo que me pusiera bocabajo sobre la camilla. Le hice caso y me empezó a untar aceite en la espalda y en las nalgas. Si la camilla hubiera tenido un pinche agujero, neta que por ahí la metía. Monserrat me dijo que estaba bien nalgón; que a ella le gustaban los chavos nalgones. “Ay, papá, ya picó”, pensé. ¿Y no te gustan los chavos pitones?, le dije, y soltó una carcajada. Tranquilo, aquí no se puede hacer “eso”, me dijo y medio me agüité, pero en el fondo pensé: “qué chingados no se va a poder”.

Total que Monserrat siguió frotándome la espalda y de vez en cuando metía su mano resbalosa entre mis nalgas y me rozaba los huevos con movimientos uniformes, pero nada insinuantes. Deja me volteo de lado, le dije, y aceptó. Yo seguía con el chile bien parado, pero la vieja nomás me frotaba el pecho, el pinche abdomen de lavadero que me cargo y los pelitos debajo del ombligo. No seas gacha, Monserrat: dame unas mamadas, mija, le dije. No, corazón, aquí no se puede eso, me dijo.  Mira cómo ando, le dije agarrándome la verga y sacudiéndola. Se atacó de la risa. Pos dile a tu novia que no sea mala y te eche una manita, dijo con una mirada muy pícara. Ya no tengo novia, mamacita, y me solté la verga.

Monserrat me empezó a frotar las piernas y entre los dedos de los pies y de vez en cuando volteaba a verme la verga y se reía.

-Déjame ahora te hago yo un masaje –le dije de sopetón.

-¿A poco sabes? –me preguntó.

-A huevo. Mira, ponte así: -y me paré de la camilla y la puse en veinte uñas sobre un sillón que había en el cuarto. Le empecé a frotar los hombros con los dedos, en movimientos circulares.

-Ay, mira, sí sabes dar masajes –me dijo bien relajada.

Seguí frotándole los hombros, sobándome el chile entre sus piernas y en una de esas, ¡andele culera!, que se lo dejo ir con todo y la tela del bikini.  Donde sintió el rigor de mi fierro, nomás jaló aire para adentro la cabrona. ¿No que no se podía, mamasota rica? ¿Eh, no que no se podía, mi amor?, le dije mientras le daba caña bien sabroso. La Monse nomás bufaba y ponía los ojitos en blanco y echaba la cabeza para atrás y me agarraba las nalgas y me las apretaba.

-Este se llama el masaje de 11 dedos, mamacita –le dije, y nomás gimió y sorbió baba, como si la boca se le hiciera agua con cada embestida que le daba.

Después de ese día, dejé de ir a los masajes Le Baron, pero Monserrat me habla cada fin de semana, para que le dé su masajito de 11 dedos.

Dejen sus experiencias hermanos.

Atte: El guerrero de mil batallas

Comentarios

  1. Me gusto la reseña… cuando la lei pensaba eso de los once dedos… esto va a acabar en una mamada seguro! Pero esta chido la neta, me trajo un monton de ideas…

  2. pues yo las vecees k visite es sala no me gusto por que tienen cara de geta mal parida las feminas…
    todas sin ganas de jalar pero ahi esta… no niego que esten feas y de mal cuerpo pero la actitud es la que cuenta en esos lugares mucho….

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